Y para aquéllos que el título de este blog no les sugiera nada, diré que la esquina que conformaba los antiguos Almacenes El Águila (actualmente ocupada por la sucursal de una entidad bancaria) tuvo nombre y carta de naturaleza propia en el argot cofrade y semanasantero malagueño. Aún hoy, los itinerarios de muchas de nuestras hermandades incluyen ese ángulo de casi 90º situado entre las calles de Méndez Núñez y Granada y sigue siendo un interesante enclave para observar las maniobras que realizan los tronos.


viernes, 12 de abril de 2013

Grandes Almacenes “El Águila”


 


 (Antiguamente situados en la esquina confluyente entre las calles de Granada y Méndez Núñez en Málaga capital)

Cubos, barreños y un sinfín de objetos de plástico, que hoy diríamos de PVC (acrónimo de policloruro de vinilo), amén de los tradicionales lebrillos de barro y también damajuanas de honda raigambre. Todo ello y muchos más elementos de uso doméstico cotidiano yacían apilados, con orden pero sin concierto, a la entrada de dichos almacenes, destacando, en un lugar de excepción, las primeras fregonas de la marca pionera Rodex, mítico invento de patente netamente española (como tantos otros) para alivio de rodillas, espalda y cintura del ama de casa.

 

   
 Así rezaba el eslogan y los potenciales beneficios de tal artilugio:

“El hombre que nos puso en pie.. y que erradicaría las enfermedades que afectaban a las rodillas, las manos y la columna vertebral de las profesionales de la limpieza”.  Ésa, pues, era la primera visión que el transeúnte obtenía de aquella singular esquina, y así también la recuerdo yo.
Los objetos estaban sencillamente sujetos por sencillas lazadas de cuerda o ganchos al efecto y la carta de colores disponible limitábase a los primarios, muy alejada de la actual sinfonía cromática a la que hoy están acostumbrados nuestros ojos.
Tras franquear ese particular propileos de útiles, donde también el zinc y la hojalata hacían acto de presencia, el visitante accedía a un local cuyas dimensiones hoy nos resultarían exiguas para catalogarlo, según anunciaba la publicidad del momento, como “Grandes Almacenes”. Baste echar un vistazo a dicho reclamo para imaginar los citados artículos que allí se expendían. Pocos objetos superfluos y muchos del uso de la época; para las damas, una gran proliferación de medias, que no pantis, con las omnipresentes ligas, fajas higiénicas (¿acaso las había que no lo eran?), combinaciones y sostenes prestos a realzar las curvas imperantes del momento y bustos seguidores de Norma Jean y barbarellianos  de la Fonda.







 Paralelamente, calcetines y corbatas para los caballeros, aditamentos, éstos últimos, imprescindibles para señores de bien y, con el consabido elástico, para niños y cadetes. Asimismo, los sombreros ocupaban un lugar preeminente para aquellos que deseaban ir tocados con el mejor gusto y elegancia.    




Hoy, sin duda, nos llamaría la atención la forma y manera en que ése, no muy amplio, maremágnum de objetos estaban tarifados; no solían estar marcados de modo unitario, sino que, al estar agrupados, un sencillo y manufacturado cartel indicaba, sin ambages, su precio en pesetas, reales y perrillas. Harían falta muchos movimientos terrestres de traslación para que los códigos de barras y los elementos disuasorios del hurto se asomaran a nuestras vidas.
¡Qué decir de los solícitos y pulcros dependientes, en su mayoría, varones, que eran quienes, casi en exclusividad, aportaban  el salario a los hogares! Salvo excepciones, ellos atendían y entendían a una clientela básicamente femenina, indefectiblemente rodeada de infantes, que eran, a diferencia de hoy, severamente regañados a la menor. Volviendo a los dependientes, diré que nunca faltaba aquél que, a sus dotes de vendedor, sumaba una especial delicadeza y afectación en sus formas y maneras, tildado comúnmente de “mariquita, sarasa o de la piompa”. En muchos casos, este personaje era el encargado de lo que podríamos llamar la sección de mercería y lencería y gozaba de gran aceptación entre las clientas. De manera especial, cuando se trataba de pedir consejo sobre estilos, modas y calidades imperantes en el París de la France ; sabía dar con la clave para resaltar el ego de la posible compradora y poco importaba si era “tocón” a la hora de los frunces, talles y probaturas, pues era recibido con gracia, tolerancia y aquiescencia. Por supuesto, nunca faltaron comentarios a favor y en contra de su masculinidad, aunque muchos consideraban que sus modales afectados eran sencilla y llanamente fingidos en pro del negocio y, sobre todo, del siempre deseado (y entonces más) derecho a roce.
Terminaré, sin más, teniendo un pequeño recuerdo para las cajas registradoras del momento. Ni el concepto analógico ni digital estaban presentes en ellas, su ruido era escuetamente mecánico, quizá adobado por un remate final a modo de campanilla, que daba por concluida la operación de sumar los artículos adquiridos, tras mucho repensar, y procedía a abrir el cajón dispuesto a engullir numerario contante y sonante. ¿Tarjetas? Sólo las de visita, si acaso. El invento maligno o bienhadado del dinero de plástico seguiría, por mucho tiempo, aún en el limbo.   

                  

8 comentarios:

  1. ¡Si el blog consigue que te prodigues más con tu maestría evocadora, doblemente bienvenido sea!

    ¡No sabía que la fregona era española! ¡Orgullo patrio, jeje!

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    1. Merece la pena ver la biografía de Manuel Jalón, el inventor de la fregona.

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  2. Enhorabuena por este blog que hará las delicias de quienes tuvimos ocasión de conocer aquel águila (que no es el Imperial, como cabría suponer según mi nombre) pero hoy ya caído e incluso bastante borrado de los recuerdos de los maduritos malagueños.
    De nuevo, felicitaciones.

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  3. Gracias por animar y espero seguir contando con tu ayuda y sugerencias, querido Lucius.

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