Y para aquéllos que el título de este blog no les sugiera nada, diré que la esquina que conformaba los antiguos Almacenes El Águila (actualmente ocupada por la sucursal de una entidad bancaria) tuvo nombre y carta de naturaleza propia en el argot cofrade y semanasantero malagueño. Aún hoy, los itinerarios de muchas de nuestras hermandades incluyen ese ángulo de casi 90º situado entre las calles de Méndez Núñez y Granada y sigue siendo un interesante enclave para observar las maniobras que realizan los tronos.


viernes, 20 de septiembre de 2013

Recuerdos en blanco y negro


El reciente comienzo de las actividades académicas me ha hecho recordar el interés que me propuse de subir una entrada, la que sigue. En realidad, el detonante no fue sino un encuentro, ciertamente casual, con una persona meses atrás.
Mi ya insostenible hipoacusia hizo que dirigiera mis pasos hacia un conocido establecimiento especializado en tales menesteres. Al poco de estar en el mismo, la propietaria dijo conocerme; rápidamente, mi disco duro se puso en funcionamiento, pero fue en vano. Ambos repasamos circunstancias y lugares, pensé en una masificada Facultad como lugar probable, pero ella insistía que el conocimiento era más antiguo; hasta que, por fin, dio en la tecla: me recordaba de la remota época de colegial entre los cuatro y siete años de edad. Mi sorpresa fue mayúscula, no había lugar para el error: misma edad, mismos recuerdos del colegio, algunos compañeros y otras menudencias.
La escasa memoria que poseo para nombres y apellidos, al menos, se ve compensada, habitualmente, con recuerdos fisonómicos; pero era claro que esta vez, habiendo transcurrido diez lustros más o menos, la situación no era nada fácil; de niño a adultísimo, era para nota y de sobresaliente para arriba. Tras las risas pertinentes, resalté su extraordinaria memoria visual y esgrimí excusas por no estar a la altura.
El hecho de retroceder al pasado en esas circunstancias, me determinó a plasmar algunos recuerdos de aquella época y no veo mejor ocasión que ahora.
Se llamaba colegio Nuestra Señora de La Paz, ubicado en el antiguo número cien de la calle de la Victoria. Era éste un colegio de los de entonces, nada que ver con los de ahora y me explico. En aquel tiempo no existían guarderías, los niños se criaban en casa hasta los tres o cuatro años de edad y era a esa edad cuando eran escolarizados. El citado colegio lo conformaba un pequeño edificio, al que se accedía tras un largo pasillo y un patio de reducidas dimensiones. Había una clase en la planta baja, relativamente amplia y luminosa en la que, adosadas a la pared y en forma de U, se disponían un gran número de sillas multicolores, apretujadas entre sí, y en el interior de la estancia, a modo de teatro, filas de otros tantos asientos. La asignación de los mismos no era arbitraria, sino que respondía a un orden lógico establecido, de acuerdo a los diferentes niveles de los alumnos. Coexistían en ese escaso rectángulo un buen número de infantes de ambos sexos, cuyas edades oscilaban entre los cuatro y los siete años. Aún hoy, al recordarlo, me sorprende que las diferentes necesidades educativas se resolvieran de un modo tan natural; no cabe duda que el mérito residía en las dos maravillosas personas que estaba al frente de aquella república, donde imperaba la disciplina y el orden. 
Doña Teresa y Doña Anita, hermanas y maestras ambas, con una clara vocación pedagógica. La primera solía encargarse de los más pequeños y siempre ocupaba el sillón detrás de una inmensa mesa de despacho, atestada de libros y libretas. A ese sanctasanctórum, con alta tarima, había que subir para recitar,a viva voz y de carrerilla, la lección o para entregar los dictados o cuentas. La mayor parte de las tareas se realizaban en casa, por lo que la estancia en clase quedaba básicamente reservada a las explicaciones, correcciones y demostraciones del saber en la pizarra pintada en la pared. La decoración del aula magna se remitía al todopoderoso crucifijo, los ajados mapas y las consabidas fotos, en blanco y negro por supuesto, alusivas al régimen.
Al piso superior se accedía mediante una estrecha escalera de caracol realizada en mampostería. Allí se ubicaba otra sala de las mismas dimensiones que la de la planta baja. La disposición de las mesas y bancos, corridos en varias filas y en sentido longitudinal, asemejaba el refectorium de un convento en momentos de máxima afluencia. Recuerdo claramente que allí, por las tardes, tomábamos un vaso de leche en polvo en vasos de plástico multicolores y de bordes mordisqueados. Tan sólo uno no respondía a ese esquema: era el vaso dorado, que asemejaba un diminuto almirez. Que te correspondiera, era meramente fruto del azar en la distribución, y todos, sin excepción, lo queríamos. Solamente una vez, la suerte me fue propicia.
De cuando en cuando, veíamos subir dificultosamente por la escalera a un hombre fornido con un gran saco a la espalda con la leche en polvo, que contituía nuestra merienda. El recreo, compartido por todos, se desarrollaba en el exiguo patio de la entrada; bastaba una breve carrera infantil para abarcar sus límites. El cemento gris del piso y las luminosas paredes encaladas con unas cuantas macetas colgadas lo conformaban; lo demás lo suplía nuestra imaginación.
Aquel diminuto centro escolar daba mucho de sí. Previo a la Semana Santa, todos los alumnos representábamos un papel en la puesta en escena de la Pasión, tan sencilla como conseguida; lo mismo sucedía con la Navidad. Sigue maravillándome cómo, con tan escasos medios y rudimentarios métodos,  las dos maestras conseguían obtener unos mas que aceptables resultados a todos los niveles formativos. Disciplina, orden, respeto, esfuerzo, todo ello adobado con cariño, constituían  la fórmula mágica. 
Con la Primera Comunión,( entonces el "uso de razón" se adquiría a los siete años) , se acababa esa etapa escolar y debíamos abandonar el colegio para continuar estudios en otros centros. Sin duda, recuerdo con cariño esa experiencia y tengo la fortuna de conservar amigos de aquella época.