Eran inseparables y llevaban tan sólo unos días en la ciudad. Eran ellas dos, pequeñas y menudas, pelo intensamente negro y de un liso cual reclamo publicitario. Sus dos pares de ojos delataban inequívocamente su procedencia. Recuerdo que alguien, en un arrebato de curiosidad, preguntó al verlas: ¿son japonesas, verdad?,a lo que otro, con actitud muy sobrada, respondió: ¡No, son orientales! No pude por menos que esbozar una sonrisa, que aún hoy cuento como anécdota.
Pues sí, eran japonesas y del mismísimo Kyoto. El objeto de su viaje no era otro que el aprender español, aunque yo, más bien diría perfeccionarlo, porque ya quisiera para mí tener las mismas nociones de japonés que las dos chicas de nuestro idioma. El caso es que recalaron en esta Málaga nuestra, y mi amigo y un servidor, por circunstancias que no vienen al caso, nos ofrecimos gentil y desinteresadamente a servirles de cicerone durante su estancia, que, en principio, estimaban de tres meses ¡y es que el país del sol naciente no está a la vuelta de la esquina!
Aunque el conocimiento de las niponas sobre nuestros usos y costumbres no era desdeñable, esos ojos rasgados no cesaban ni un solo minuto de sorprenderse y, a menudo, adquirían forma de plato ante elementos, dichos y actitudes propiamente nuestras. La verdad es que quedamos repetidas veces y sólo al tercer o cuarto encuentro, Carlos, mi amigo, empezó a distinguirlas; yo confieso que necesité más tiempo para distinguir a Hisa de Ayako y viceversa, dado su tremendo parecido. Para más inri (palabra que fue convenientemente explicada) parecían disfrutar vistiendo de modo muy semejante, lo que dificultaba aún más el reconocimiento por nuestra parte. Indefectiblemente, en ellas el término clonación parecía hacerse realidad. A primera vista, cualquiera diría que eran más que hermanas, sin embargo eran sencilla y llanamente amigas, eso sí, con caracteres bien distintos, pieza clave para su identificación. La una, Hisa, extrovertida, locuaz y más divertida. Supimos que su nombre significaba “duradero”. Por el contrario, Ayako era más reservada, observadora y seria, como clara alusión a su nombre “niña erudita”. ¡Estos japoneses siempre tan obedientes a sus dictados!
En lo que estaban claramente de acuerdo eran sus intereses. Habían elegido el destino de Málaga por varias razones archisabidas: clima, ubicación y carácter hospitalario, a la vez que cosmopolita; pero había dos elementos que le atraían sobremanera: Picasso y el flamenco. Y de todo ello, como bien pudimos y supimos, intentamos ilustrarlas con las obligadas visitas de tipo cultural y ¡ cómo no! folclórico. Mientras que la una era capaz, sin vergüenza ni miedo escénico, de arrancarse con una rumba, la otra todo lo apuntaba en su inseparable bloc de notas, interesándose por todo de una forma algo más fría y distante, si cabe.
Siempre recordaré una noche en un local, que frecuentamos varias veces donde la guitarra, el cante y la manzanilla estaban garantizados. Al poco de estar allí, hizo aparición un biznaguero, era la primera vez que lo veían, aunque ya les habíamos hablado someramente de dicho personaje. No fue su atavío lo que les llamó la atención, sino lo que venía ofreciendo. Antes de que me hubiese dado tiempo a levantarme, Carlos ya estaba de vuelta con dos hermosas y fragantes biznagas para obsequiar a nuestras invitadas. Tras hacerse las consabidas fotos con tan peculiar y malagueñísimo sujeto, vino el tercer grado al que nos sometió “la niña erudita”. ¿Qué era una penca?¿por qué no se pinchaba? Y así un sinfín de preguntas. Entretanto, su amiga, observando su alrededor, ni corta ni perezosa, se las apañó para prender la biznaga en su pelo, como si lo hubiera hecho toda su vida. Bueno, a decir verdad, fue ayudada un poco por mi amigo. Por su parte, Ayako observaba con escrupuloso detenimiento el obsequio; hube de explicarle, a sus requerimientos, el origen del nombre: Amni Visnaga, un humilde cardo, (confieso que me había documentado al respecto, es lo menos que uno puede hacer), cardo que, sabiamente, aderezado con flores de jazmín y presentado de una forma tan original, es capaz de rivalizar con los mejores perfumes. Mi oyente atendía con tanta delectación, que del jazmín pasé al nardo, sin olvidar la flor de azahar, fragancias todas que proliferan de modo sublime y único en nuestros atardeceres. Ella, a su vez, tímidamente me hizo partícipe de la importancia que a tales elementos de jardín y vergel le daban sus paisanos, algo que yo no ignoraba, pero ya que la muchacha se había arrancado a hablar no era cosa de cortar su exposición.
Así transcurrían las tardes con distintos objetivos y lentamente mi amigo y yo observábamos divertidos la gran capacidad de mimetismo y ganas de saber que nos proporcionaban Hisa y Ayako, no sin experimentar cierto deje local su castellano, ahora más suelto y rico.
El período previamente fijado se cumplió. Llegó finalmente el día de la despedida con sus besos, abrazos y agradecimientos mutuos. Consiguieron, tras risas y lágrimas, nuestro compromiso de ir a visitarlas algún día, que ellas también querían corresponder a nuestra amabilidad y atenciones, en fin, lo normal en estos casos. Lo que ya no fue tan normal es que doce meses después Carlos me dijera que en un mes partía para Japón para verlas. Hoy me ha llamado por teléfono para comunicarme que el jazmín ha florecido ya en Kyoto y que Hisa y él se casarán pronto. Al final tendré que ir ¡con lo lejos que queda Japón!
Como ferviente admirador de la cultura japonesa (bien que lo sabes), y como amante de la nuestra, te diré que he disfrutado mucho con tu texto.
ResponderEliminar¡Enhorabuena por el blog!
¡Ya te preguntaré más detalles de la historia en persona!
¡Muchas gracias! Espero seguir prodigándome y que sea de tu gusto.
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