Existen pocas cosas tan presentes en el devenir del hombre como la moda. Desde las cavernas hasta nuestros días el ser humano ha impuesto y se ha dejado llevar por la moda, y ésta se instaura en nuestras vidas para convertirse en costumbre.
Este verano vengo asistiendo a una moda nueva, al menos para mí: las casas playeras. Si hasta hace poco la costumbre era "irse de casa rural", ahora le toca el turno a la "casa de playa". No sin sorpresa, he podido observar, de primera mano, cómo grupos de jóvenes han decidido alquilar por semanas buenos chalets de nuestra costa para montarse sus encuentros lúdicofestivos y además por una copla, que ya se sabe que la situación económica no está muy boyante, incluida para los arrendatarios. Éstos últimos, en su afán de alquilar, se ponen en manos de empresas que se encargan de ello, pero es que no es lo mismo que se meta por la puerta una familia, o dos, de diez miembros a que lo haga una trupe juvenil, o no tanto, de número indeterminado con montaje añadido de tiendas de campaña en el jardín. Me temo que más de un propietario solo tendrá conocimiento de ello cuando ya sea demasiado tarde y ,posiblemente, el alcance de los desaguisados supere con creces el importe de la obligada fianza.
Hasta aquí todo puede parecer normal, pero la relativa novedad de la moda no acaba con esto. Llama poderosamente la atención que tales tribus básicamente la constituyan individuos del mismo sexo, varones en los casos observados. Nada de orgías ni bacanales (al menos heterosexuales); se ve que ese contacto queda reservado a los smartphones y al todopoderoso whatsapp. Mucha música cañera, consolas de videojuegos, mucha playa, piscina y toalla y horarios totalmente alterados, ése es el denominador común. Nada de quinceañeros, que son mediopadres algunos en edad de estar incluso separados, lo que quizá explique tan insólitas reuniones de jefes indios.
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